viernes, 21 de marzo de 2014

Para no dejar de creer en las minifaldas.

para no dejar de creer en las minifaldas


Esta fue mi vida en la recaída. Si alguien les cuenta que volé, no le crean. La gente suele confundir caer con volar. Es tan fácil, lo uno. Y tan imposible, lo otro. No hay gravedad en estas palabras, solo el amor hacia el suelo que me sostiene, a todas las ostias prometidas con las que me perdonó y a su justicia de terrena mortalidad, a esos gusanos que salían de nuestras bocas después de los besos y los amaneceres. Nunca logré detener el tiempo, ni siquiera ralentizarlo. Mi apuesta fue: rápido, como si nos persiguieran. Y te cogí de la mano. Quería escapar contigo pero sin salir de mí. Y me llevé detrás nuestro o alrededor todos mis miedos que salivaban por darnos alcance, por mordernos en la caricia las heridas de las que nos habríamos curado. Lamiéndonos.

Este es el asalto en el que besé la lona. Y acostumbrado a tus labios, te cambié por el suelo. La sangre hablará por mí, es decir, los de la última fila: enfoquen sus prismáticos. Tu piel es como ausencia de azúcar cuando hago el desayuno y no es para ti. Apostaría no volver a ver el mar a que tus ojos pueden humedecer cualquier piedra, pero desde dentro, a que pueden atravesar un muro hasta hacerle llorar, a que toda la tierra que pisas suda tras tus pasos. El paisaje de tu dolor es fijarte en que contengo mis amagos por cogerte la mano. Que haya un invisible que no entiendas luchando por alejarme de ti. Que me deje follar por una vida loca en lugar de reinventar el amor, o de rehacerlo, orgasmo a orgasmo. Mi corazón y mi polla a veces hablan sobre tus caderas, y mi cabeza dice que sí, solamente.

A veces sueño con primaveras y con tu boca, así que vengo a pedir la flor y la mamada como si soñar otorgara derechos en lugar de obligaciones, como si pudiera patalear mi necedad de naufragio reclamando tu isla de ojos azul o asis. Y vendiendo tu ausencia a desconocidos, traficando con este vacío sólo por tener algo que sentir sin tener que mentir al respecto, mi incalculable necesidad de tirar de la cadena una vez te has metido la última raya, y este orfanato sin hijos a los que aferrarse que yo llamo casa, tú puedes llamar cuando quieras. Lo sabes, ¿no?

Perdona el ovillo que lanzo como si quisiera enredarlo todo. Ya sabes que a mí los sentimientos siempre me parecieron un poco laberinto, esquinas donde me perdía cuando tenía que coger un tren y llegaba tarde, excusas con las que aceptabas que no te pillaran nunca en los trabajos que de verdad querías. Un poco como una barra llena de gente pidiendo cerveza como si fuera auxilio. Dicen Mahou y escucho socorro. Un griterío. Que es, supongo, como también te amé. Gritando.

Mis miedos hacían fiestas en nuestro eco. En lo que venía después. En nuestras sombras, mis miedos jugaban a ver quién pedía en la primera mano. Y qué. Esperaban a la formación del recuerdo para emborracharse, y prometían pérdidas por su rescate, mis miedos trabajaban el ayer que jodería nuestras mañanas, tú con la toalla en la cabeza y yo metiéndote prisa, en lugar de otras cosas, otra vez. Lo bueno es que, aunque solo fuese un momento, les tuvimos acojonados, a mis miedos. Lo malo es que ellos tenían razón. Y yo solo sentimientos.

Cogías un palo fino y lo metías hasta el fondo para que saliese la araña. Había algo de atractivo en todo ello. Hurgabas en su comadreja tratando de que saliera asustada, dispuesta a picar o a huir como cualquier animal aferrándose a la supervivencia por encima de su dignidad. Nosotros ni siquiera teníamos que sobrevivir, y la dignidad indicaba solo el nivel de crueldad aprendida. Nos creíamos dioses matando insectos. Y ahora que creamos monstruos ¿por qué no hacerlo?

Cómo le diré al niño que vi llorar madres de camino al trabajo, resignándose a la rutina, pidiendo una vida de menos por un día de descanso. La sonrisa de quién me tendré que inventar para convencerle de que sueñe lo más lejos posible para vivir lo imposible más de cerca, en qué libertad morirán los payasos y las putas después de que les hayamos utilizado, ¿a qué precio están las cadenas, señor invierno?, y el viento haciendo crujir la madera, como diciendo: duérmete, niño bueno, duérmete…

Creo en las hogueras y el derroche. He sentido la noche a través de mí, y aullaba como un pergamino sin tesoro, a la desesperada por sentirse útil, diáfana, ávida de necesidad. He metido cada oportunidad en la coctelera y después la he agitado como si masturbara mi odio. Señorita, no soy digno de que entres en mi cama, pero una mamada tuya bastará para sanarme. Yo rezaba cada noche pensando en tu coño. ¿De verdad querrías querer a alguien así?

Siempre he creído que la resaca era la parte final de la borrachera. Ahora la reconvierto también como parte inicial. De otra. Y así, se van pasando las semanas. A toda ostia. Metiéndomelas. 
  
“tú quieres a mucha gente, pero nunca se lo dices a nadie”. Me dijo, mientras deshacía las maletas de su próximo viaje. “Quédate con eso. Yo no lo necesito, porque te quiero y te lo digo, así que déjate de gilipolleces y empieza a decirlo, ¿vale?”.

Me verás fugaz o eterno, caído como el ángel aquel que montó un infierno solo por rebeldía, lejos como una estrella que no sirve para iluminar la puesta en escena de siquiera un sueño, o triste como este mundo de andenes cruzados y ciegos suicidas, como el porqué que nadie responde cuando le preguntan por la muerte.

Me verás como en las nubes o las casualidades, buscando, ya me conoces, la felicidad que no me corresponde de tus piernas.

Me verás, quizá con mi nudo en la garganta bien apretado, tratando de no toser, sonriendo mientras te digo:

He venido a besarte y a hacerte el café.
He venido para ser tu desayuno.


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